DE LA CRÍTICA DE ARTE A LA PRÁCTICA CURATORIAL.

ALGUNAS REFLEXIONES

 

Joan M. Minguet Batllori

“La exposición es una prótesis

consistente en hacer ver a los otros

las cosas que de otra manera

no podrían ver.”

Giovanni Anceschi



Críticos y artistas


La crítica de arte es la opinión que un individuo expresa sobre una obra o un conjunto de obras de arte. Por tanto, la crítica es la emisión de un juicio. Ese juicio puede contener una valoración explícita o puede estar contenida en un discurso aplicado sobre aquella(s) obra(s). Esta definición puede ser inicialmente necesaria, pero no deja de encerrar un alto grado de obviedad, se convierte en una tautología, si no en una simplificación. Al fin y al cabo, toda definición elude la complejidad del sujeto que pretende definir. En nuestro caso, la crítica de arte, el propio sujeto, encierra dos conceptos que conviene precisar: por una parte, la crítica; por otra, el arte.


Empecemos por éste último: el arte. Y, consubstancialmente, los artistas. El estatuto del artista está llamado a ser constantemente puesto en cuestión en cada momento histórico y en cada entorno cultural. En las universidades de todo el mundo, las materias relacionadas con la historia del arte incluyen objetos de estudio que, en su formulación inicial, no eran considerados artísticos. En el Egipto antiguo, las pirámides eran construcciones funerarias; en la época medieval, las iglesias cristianas eran lugares de culto construidas y decoradas desde el anonimato, por lo que la obsesión por encontrar señales de picapedreros no deja de ser una proyección retroactiva desde la concepción del artista renacentista; más contemporáneamente, algunas actividades finalmente incorporadas con mayor o menor aceptación al temario artístico, pienso indudablemente en el cine, nacieron como formas de entretenimiento industrial. Quiero decir, con ese rápido y algo maniqueo muestrario, que la historiografía del arte como disciplina humanística —o, más suntuosamente, la Historia del Arte como sistema social— tiene una forma de funcionar omnicomprensiva, que le permite integrar en su seno a todas las actividades objetuales y visuales que el ser humano ha sido capaz de crear en el pasado, si remoto, mejor. Pero, en cambio, esa misma disciplina —y ese mismo sistema social— tienen una actitud cerrada y hostil hacia muchas de las actividades objetuales y visuales del presente. De cada uno de los presentes históricos que se han ido sucediendo desde el siglo XIX. Lo cual resulta paradójico desde una perspectiva epistemológica y claramente erróneo si nos ceñimos al territorio de la crítica de arte puesto que, tradicionalmente, la opinión que el crítico expresa no es un juicio histórico, o diacrónico, sobre una obra de arte del pasado, sino sobre los objetos artísticos del presente.




Se ha ido transformando el concepto del arte. Las ideas artísticas fueron cambiando a lo largo de los siglos, pero estos cambios se volvieron vertiginosos en el transcurso del siglo XX, un tiempo en el que se desarrolló sin límites lo que Gerard Vilar [2005:152] ha explicado como el “divorcio que se abrió en los albores del mundo moderno entre el goce del arte y su significado, entre el juicio meramente estético y el juicio artístico”. Sería un exceso, por prolijo y sin duda discutible, definir aquí lo que es arte. Pero resulta necesario que, en nuestra sociedad, la de la opulencia icónica, la del homo videns que ha definido Giovanni Sartori, de la mosaic culture de Abraham Moles, del icononauta de Gian Piero Brunetta, de la sociedad panóptica de Foucault..., el crítico sea competente en todos los lenguajes en los que la visualidad tenga un porcentaje de participación mínimo. Si el crítico ve reducido su campo de opinión a las instancias convencionalmente adscritas a lo artístico (el museo, la galería de arte, las ferias y certámenes internacionales), su juicio se verá abocado a la extinción. Insisto: sabemos que, con el paso del tiempo, el concepto de arte ha ido cambiando. Si el paso del tiempo ha convertido en artísticas ciertas actividades humanas, ¿por qué debemos esperar a qué manifestaciones contemporáneas en las que lo visual es preeminente sean consideradas artísticas dentro de unos años?, ¿por qué no empezar la crítica de hoy día a emitir juicios que sirvan para valorar e interpretar lo que ocurre a nuestro alrededor?


Un personaje tan heteróclito —si no atrabiliario— como Salvador Dalí, a finales de los años veinte, justo antes de engrosar las filas surrealistas e iniciar su camino hacia la popularidad mediática, tuvo la intuición de que había dos tipos de concepción del arte: la de los fascinados por la pátina del pasado y la de los que observan el presente. A eso se refería cuando escribía [Dalí 31/V/1928]: "¿Qué pagaría la humanidad por tener una colección completa de clisés y un film detallado del Partenón recién acabado de construir, en lugar de sus miserables ruinas? Fidias habría preferido el film a as ruinas. Los artistas indígenas no, porque aquello que adoran, precisamente, ya hemos visto que son las ruinas, todo aquello que haga hedor de pasado, todo aquello que esté en pleno estado de descomposición, todo aquello que pueda conmover su fondo insobornable de cursilería sentimental." Una idea que repetiría en varias ocasiones, en defensa de una modernidad que no solamente estuviera compuesta por lo que la cultura ilustrada sentenciaba como tal (las pinturas de Sonia Delaunay o Metrópolis de Fritz Lang, ponía de ejemplos Dalí), sino por aquellos objetos o discursos que estaban presentes en la sociedad aunque no estuvieran sancionados por la cultura establecida. Así, Dalí se refería a los objetos fabricados en serie, como los lavabos de pedales, las neveras, los fonógrafos, los jerséis de jockey de manufactura anónima, las películas cómicas anónimas... En una entrevista que concede en 1928 ejemplifica su postura con unas palabras que, a mi entender, podríamos extrapolar a nuestra época: "Sin dejar de admirar lo viejo con espíritu moderno, no creo que tengamos que esperar a ver el teléfono y el aeroplano de hoy dentro de una vitrina de museo para cantar sus bellezas."


A esas consideraciones historiográficas, habría que añadir otras tantas que deben poner en cuestión la figura del artista como individuo único, superior, al que la sociedad le permite acciones, declaraciones, incluso pensamientos, vedados al resto de ciudadanos. No puedo detenerme ahora sobre esa percepción tan arraigada, sobre la que Foucault puso varios reparos, esa condición visionaria del artista (casi deberíamos escribir la palabra con mayúsculas), pues parece que todo lo ve, todo lo siente, todo lo intuye mejor que los demás. Sin duda, uno de los cambios sustanciales que se han producido en la crítica de arte es el poner en cuestión esa condición. Porque, en caso contrario, se asimila el arte a la religión, y el artista a un sujeto —u objeto— sagrado, lo que sitúa el juicio estético en un territorio cercano a la fe —y a su contrario, la apostasía—, a la fidelidad, a la creencia. Es decir, nos sitúa, precisamente, en un terreno alejado de la crítica, del análisis, un terreno en el que nos puede agradar o no una obra, pero donde la figura del artista sigue estando en un estadio distinto, si no superior.




De acuerdo con esta idea, aparentemente sencilla, pero que despierta enormes reservas incluso entre los propios críticos, en los últimos lustros ciertos sectores de la historiografía del arte han intentado dar un salto mortal en la disciplina con la creación y el impulso de los llamados estudios visuales. La propia denominación, que excluye cualquier referencia a lo artístico, da cuenta de una voluntad de ampliar el objeto de estudio de la restringida cultura artística a la más genérica cultura visual, sin rangos de distinción ni nominalismos previos. El arte es substituido por la visualidad en estado puro. Sin embargo, esa aparente revolución copernicana despierta posturas muy reacias, el giro de corte democratizador que supone corrompe la tradición jerárquica de la historiografía del arte. Ahora, el anuncio publicitario más insignificante puede ser colocado en un mismo registro que la pintura más universalmente consagrada como artística en una maraña de estudios intertextuales e intermediales de resultados frecuentemente sugestivos.


Esas posturas reacias provienen, en primer lugar, de los propios profesionales de las nuevas actividades de lo visible: en muchas agencias de publicidad hay una especie de sensación de perversidad (no sé si realmente consciente en lo ideológico) por lo que hacen y, fruto de esa sensación, las imágenes que surgen de sus procesos creativos en ningún caso quieren ser comparadas con las que nacen de los procesos creativos de los artistas. En segundo lugar, la mayoría de artistas también prefieren mantener el statu quo actual, y diferenciar, por tanto, la producción que surge de su libertad creativa, presuntamente no contaminada por las reglas del mercado capitalista, las cuales rigen estrechamente las imágenes y los objetos diseñados por los creativos publicitarios, o por los cinematográficos. En tercer lugar, la propia sociedad parece sentirse cómoda con una diáfana distinción entre las imágenes que son arte de aquellas que tienen una función básicamente utilitaria. Poco importa que esa misma sociedad tenga posiciones —o sensaciones— mayoritariamente contrarias a algunos registros del arte moderno, como la abstracción o el conceptualismo. Lo cierto es que el papel sagrado —¿quizá podríamos escribir, como ya he apuntado, religioso?— que se ha otorgado al artista en la sociedad occidental desde el Quatroccento italiano no siempre es contrastado con agrado con las imágenes que provienen del mundo del diseño. Como corolario de todo ello, en último lugar debemos subrayar que el pensamiento hegemónico en el campo de la historiografía del arte es claramente inmovilista, no sé si llamarlo reaccionario. Los departamentos universitarios de historia del arte, los museos, los diletantes, las academias artísticas, las escuelas de arte y oficios claman por mantener el teatro del arte con sus intérpretes actuales, a pesar de que son conscientes de la confusión y de las paradojas que recibe la platea.


Con todos estos antecedentes, y teniendo en cuenta las numerosas incongruencias que envuelven al mundo del arte actual; el idealismo romántico, si no religioso, con el que se interpreta el arte del pasado; la cerrazón en aceptar según qué actividades propias de nuestro tiempo; el inmovilismo o la opacidad sobre la figura o sobre la misma idea del artista... ¿de qué arte hablar cuando se afronta una aproximación a los nuevos caminos en el ejercicio de la opinión? El análisis de la crítica aplicada al arte supone una maraña de pronunciamientos y de prejuicios. O sea, de juicios previos al juicio final que se espera de la crítica. Al menos, de la crítica tradicional, aquella que se supone que dictaminará un individuo (el crítico) que posee un acerbo cultural aquilatado y un criterio estético firme, los cuáles le dotan de un gusto especial que aplica a los objetos sobre los que emite su opinión. Sin embargo, este modelo está en crisis. En primer lugar, porque, como he recordado en los párrafos anteriores, el concepto de arte ha cambiado, y cambia permanentemente. Y la figura del artista, también. Y, consecuentemente, el concepto de crítica de arte —la propia figura del crítico— debe igualmente ser reconsiderada. Por una parte, la crítica tradicional ha perdido foros de presencia, las relevantes secciones que poseía en los periódicos se ha visto reducida de forma drástica. En el caso español, y como he estudiado en otro lugar [Minguet 2003], a finales de los años noventa del siglo pasado la crítica de arte —como el arte mismo—, tras la efervescencia vivida en los años anteriores, se contagia de la pereza, la atonía y la desmovilización que caracterizan a la sociedad española en general. La explosión que se había producido en los años ochenta da lugar a una cierta monotonía, cuando no a un claro declive: los periódicos disminuyen paulatinamente su atención al arte, o la subsumen en una mirada general a la cultura, cada vez más entendida como espectáculo mediático; desaparecen las revistas especializadas más activas y no nacen nuevas iniciativas que centren sus objetivos en informar y opinar sobre el arte de la actualidad; los debates empiezan por perder tono, a ser excesivamente tributarios de los que se entablan en el exterior y terminan por desaparecer...


Antes de llegar a eso, no obstante, el propio objetivo de la crítica, si no su razón de ser, sus resultados, son puestos en cuestión permanentemente... Hasta llegar a pronunciamientos apocalípticos como el de Félix de Azúa, quien recrimina a Baudelaire el no haber priorizado la calidad de la obra de arte por encima de su actualidad y acaba por sentenciar [Azúa 2002:114]: “todo lo alabado por la crítica es transitorio y carece del menor valor no actual y casi todo lo denigrado por la crítica tiene posibilidades de permanecer.” Curioso razonamiento viniendo de un intelectual que ejercita su subjetividad —plenamente actual— con criterios radicales, como lo hacía Baudelaire, pongamos por caso. ¿Acaso Azúa se aplica a sí mismo la máxima? ¿Todo lo que ha denigrado a lo largo de su carrera literaria acabará por subsistir? En realidad, el ejercicio de la opinión en el terreno del arte y de la cultura ha quedado solapado en distintas actividades en las que, por un lado, se ha perdido uno de los ejes de su funcionamiento, el hablar siempre sobre la actualidad y, por otro, la expresión de la opinión se ha manifestado de formas novedosas.


En efecto, el compromiso de la crítica siempre se había dado al tener que pronunciarse sobre lo que está ocurriendo en su propio momento histórico. ¿Qué compromiso adquiere el crítico con el arte de su tiempo, y con la sociedad en la que se inserta, si renuncia a decir algo sobre él —y sobre ella—, si cede su posibilidad de analizarlo? No cabe duda de que lo que llamamos arte contemporáneo, quiero decir en sentido estricto, sin siquiera ampliar sus horizontes constituyentes como yo planteo, es suficientemente complejo e incomprendido —sin eufemismos: despierta muchas más perplejidades y desavenencias que elogios y fervores— como para que el crítico no rehuya el poder que tiene para dar su opinión sobre su existencia y su carácter. Es más: leer las obras de los críticos de arte del pasado nos informa sobre el arte y la sociedad de su tiempo; si el crítico de hoy habla sobre el arte del pasado, remoto o próximo, o sobre el arte menos comprometido del presente resulta un paracronismo. La crítica de arte en los periódicos ha singularizado su vertiente más conservadora, negando cualquier atisbo de vinculación entre arte y política, apostando por lo supuestamente seguro y eliminando la disparidad de voces en los medios de información. Una situación que no parece sufrir mejoría, que diría un médico de su paciente.


Ante la pérdida —o, si acaso, la hibernación— de los objetivos y los medios tradicionales de la crítica de arte, la intervención del crítico en los sistemas artísticos ha ido circulando por nuevos derroteros, algunos de los cuales vienen de muy lejos, pero adquieren su mayor relevancia justo cuando su máximo competidor (la escritura de opinión) ha sido sometida a un lento proceso de cercenamiento. En este sentido, en este último período, no es inusual encontrar algunos críticos ágrafos, que acumulan un cierto prestigio en lo que son actividades relativamente recientes —sobre todo en España— de la crítica, como las asesorías, comisariados, cursos o talleres, miembros de jurados que otorgan premios o becas, etcétera, sin redactar una sola línea. Para el crítico posmoderno no es necesario, cuando menos, no le resulta imprescindible escribir. Maria LLuïsa Borràs [24/X/1989] ya lo percibía con lucidez cuando señalaba que "a medida que los medios de comunicación se han venido mostrando más reacios a brindar sus espacios a la divulgación del arte, el crítico ha inventado nuevos modos de desarrollar su profesión, su cometido de dar a conocer o de promocionar aquellos aspectos del arte que más le interesan". El crítico se convierte en una especie de mediador entre el artista y el lugar en donde éste tendrá acceso al público.


El crítico, con texto que lo atestigüe o sin él, brinda una nueva orientación a su función centenaria. Se vincula directamente al lugar, al entorno en el que el arte se socializa, la exposición. Más aún, las exposiciones de arte, las buenas exposiciones, se convierten en constantes revisiones de la historia del arte desde los sucesivos presentes, con lo que su misión parece albergar nuevos prismas. Prismas artísticos, pero también culturales, sociales e ideológicos. La Bienal Whitney de 1993, por ejemplo, fue, según el filósofo Danto, una buena exposición porque, con el paso del tiempo, consiguió hacer recordar a sus espectadores su propuesta política a pesar de que en su momento fuera recibida con cierta frialdad. Anna Maria Guasch ha tenido la lucidez de reflejar esa trascendencia que la exposición —y, por tanto, el centro que la ha programado y el comisario que la ha ideado— han tenido en el devenir del arte del siglo XX, y en adelante. En su libro El arte del siglo XX en sus exposiciones. 1945-1995 [Guasch 1997] plantea que “las exposiciones han constituido uno de los instrumentos más importantes, sino el que más, de difusión del arte contemporáneo, pero también de acrisolamiento y, en muchos casos, de gestación del mismo”. Podríamos decir que ahora escribimos una nueva historia del arte contemporáneo en la que, obviamente, unos determinados artistas son sus principales protagonistas, mejor escrito, ciertas obras de estos artistas, pero también lo son los comisarios que organizaron estas muestras y que creyeron oportuno incluir aquellas obras, de aquellos artistas.


El comisariado de exposiciones


Así, pues, el ejercicio de la crítica ha estado tradicionalmente ligado a la emisión de un juicio a través del lenguaje verbal, pero ha encontrado otros canales en los que manifestarse. Al fin y al cabo, la expresión de una opinión no es más que un acto crítico, y ese acto crítico puede ser ágrafo. En la crítica de arte se dan nuevas maneras de selección, de elección, nuevos métodos de  expresar opiniones que no requieren necesariamente del uso de la palabra. Me refiero, por simplificar, a los métodos que suponen la dirección de centros artísticos (museos, colecciones…), al ejercicio de la asesoría en la compra de obras de arte para esos mismos centros artísticos, a la dirección y programación de las grandes ferias artísticas o, en última instancia, a la realización de proyectos de exposiciones que se acabarán programando en dichos centros. En el terreno cinematográfico, por situarnos en otro enclave, esa nueva crítica ágrafa, que no tiene porqué dar juicios directos, se manifiesta en la programación de festivales de cine, en la dirección de revistas, en la selección de títulos para una cadena de televisión… Es evidente que, habitualmente, los actos críticos que suponen el ejercicio de estas funciones van acompañadas de literatura: justificaciones, argumentos, aproximaciones teóricas o analíticas... Pero no siempre es así ni es estrictamente necesario. La dirección de un museo o de una fundación cultural, o  las recomendaciones para la adquisición de una obra o para la reserva de un espacio en la programación de un teatro o de un cine, no siempre están avaladas por una serie de párrafos que, a veces, pueden ocultar la retórica menos aplicable de todas a la realidad.


En este nuevo orden encontramos, también, el comisariado de exposiciones. Veamos los dos términos que engloba la práctica curatorial. De entrada, ¿qué es una exposición? No es una pregunta baladí, ni con trampa. Por una parte, se trata de un fenómeno nuevo en su explosión social (quizá exhibicionista) y en su uso por parte de la nueva crítica. Pero, por otra parte, se trata de un fenómeno de larga tradición. Y no solo en el terreno del arte, con los salones organizados por las instituciones académicas, o con los dispositivos de mostración que los grandes museos europeos pusieron en marcha a raíz de su implantación y desarrollo. Hay que tener en cuenta el fenómeno de las exposiciones universales, la primera de las cuáles se celebró en Londres en 1851, para la que se construyó el Crystal Palace; las exposiciones internacionales; las grandes ferias comerciales en las que desde antiguo se organizan espacios para poder exponer mercancías, objetos industriales, avances científicos y tecnológicos. Por tanto, ¿qué es una exposición? Enric Franch [1986] la define como “un artefacto construido que tiene su razón de ser en su intencionalidad principal, consistente en mostrarnos, en darnos a conocer alguna cosa”. Enric Franch es diseñador, teórico y responsable del montaje de varias exposiciones, entre ellas, una que marcó un hito en Barcelona: Catalunya, la fàbrica d’Espanya. Un segle d’industrialització catalana, presentada en el antiguo mercado del Born de Barcelona en 1985. Por tanto, su opinión es digna de crédito. La definición de Franch es útil aunque, como ya he escrito en estas mismas páginas, como todas las definiciones elude lo complejo del fenómeno. De su definición, quisiera subrayar dos ideas: la exposición como “artefacto construido” que consiste en “mostrarnos” alguna cosa. Esas dos ideas podemos asimilarlas a la definición de Giovanni Anceschi que encabeza este texto: la exposición como una “prótesis” que hace ver, y que nos hace ver cosas que, sin ella, escaparían a nuestra mirada.




¿Quién construye ese artefacto, esa prótesis? ¿Quién muestra o, por precisar mejor, quien decide qué mostrar? La respuesta es: el comisario. Como aclaración terminológica previa cabe decir que existe un acuerdo general entre los profesionales de habla hispana en denostar el uso de la palabra comisario en beneficio del término inglés “curator”, curador, es decir, el que tiene cuidado de una exposición. Es cierto que la palabra comisario arrastra en español unas connotaciones de autoridad, si no policiales, o de abuso de autoridad, pero el sistema artístico español ha acabado por sistematizar su uso y no parece demasiado razonable levantar banderas terminológicas para una práctica que, designada con un nombre o con otro, tiene las mismas especificidades. Por otra parte, la práctica curatorial no siempre puede resolverse con solvencia atendiendo al cuidado de las cosas, deben tomarse decisiones más propias de un tribunal que de un sanitario o higienista. Más allá de los usos terminológicos, no obstante, la función y la presencia del creador de una exposición ha revolucionado el panorama profesional. Ahora, las opiniones artísticas han encontrado un nuevo sendero, pleno de posibilidades. Como ha apuntado Pilar Parcerisas [2003:132], “el comisario se ha convertido en el alter ego del crítico de arte, aquel que ha transformado la pasiva imagen del crítico de arte en un ser activo, protagonista del porvenir de las artes, al lado de los artistas”. O, añadiría yo, enfrentado a ellos, luego lo veremos.


Y es que, si nos fijamos con atención, la labor del comisario de una exposición se adentra con plena coherencia en uno de los registros intrínsecos al arte moderno, o posmoderno: la selección, la apropiación, la intervención, la postproducción. En efecto, el artista del Renacimiento se caracterizaba por la realización de una obra, y ese es el canon artístico que prevaleció hegemónicamente con persistencia —no me engaño: aún hoy es el mayoritariamente aceptado tanto por la sociedad como por los sistemas artísticos—. Pero las vanguardias del siglo XX introdujeron otra conducta que, paradójicamente, no requería del artista la ejecución artesanal del objeto artístico. Ahora, el artista se limitaba a seleccionar un objeto preexistente y a enarbolarlo a la categoría de arte. Lo intencional substituía lo material o, mejor, la confección de lo material, el puro artesanado. Ese es el principio que llevó a Marcel Duchamp a realizar uno de los actos míticos del arte del siglo: presentar en la exposición de la Society of Independient Artists que debía realizarse en Nueva York en abril de 1917 un urinario de porcelana que había adquirido en una tienda de sanitarios de la Quinta Avenida y al que había añadido unas grandes letras negras como firma: R. Mutt. La obra en cuestión, que Duchamp tituló Fountain en el registro de la exposición, fue rechazada y quizá ese rechazo es el que acabó propiciando el halo de leyenda que acompañó desde entonces la gesta duchampniana [Tomkins 1999:201-208]. El episodio, en todo caso, nos ilumina sobre esa conducta a la que me refiero: el artista no hace una obra sino que la fagocita y la muestra como propia. Tras Duchamp, el listado de artistas que han acudido, en mayor o menor grado, a esta actitud es larga e importante. Más aún, ese apropiacionismo es una conducta específica en un lenguaje cuyo mayor desarrollo creativo se produce a lo largo del siglo XX, la fotografía. Como recuerda Douglas Crimp [2003], citando a John Szarkowski: “La invención de la fotografía produjo un proceso de captura de imágenes radicalmente nuevo, un proceso que no se basaba en la síntesis sino en la selección. La diferencia era básica. Las pinturas se hacían… pero las fotografías, como suele decirse coloquialmente, se toman.”


Como ya he avanzado, el comisario de una exposición también toma, se apropia, selecciona una serie de obras de arte para construir un nuevo discurso. Digamos que, como Duchamp, guardando todas las distancias que uno quiera ponderar, el comisario de una exposición no hace una obra nueva, singular y original, sino que a través del desplazamiento, del contraste, de la reformulación, ¿por qué no?, de la manipulación de obras que ya existen acaba por precisar una obra (el conjunto de piezas que supone la exposición) que deberá ser única. Me atrevo a especificar que las mejores exposiciones son aquellas que son capaces de crear un conjunto lo más independiente posible de las piezas que la forman. O, por expresarlo de otra forma, cada una de las piezas seleccionadas adquiere una dimensión nueva al lado de otras piezas, las cuáles también permiten nuevas lecturas, y así sucesivamente. Harald Szeemann, personaje de largo recorrido en el sistema artístico posterior a la Segunda Guerra Mundial (fue director de la mítica Documenta de Kassel de 1972, entre otros muchos cargos, y comisario de múltiples exposiciones), decía que “la exposición es para mí un poema en el espacio”. La idea sería que, con las especificidades del lenguaje de la exhibición, se debe conseguir una nueva interpretación de la historia del arte, de la historia de los objetos y de la visión, de la historia de la representación. Sin recurrir necesariamente a un relato central o primordial de todas estos hilos conductores, pero cimentando un discurso sobre sus posibles subrelatos.


La exposición debe constituirse como una ruta visual, pero también como una ruta intelectual, una ruta que se constituye, pues, a partir de la recopilación, de la condensación, del escogimiento de unos elementos preexistentes. La selección implica una elección. O una doble elección. En primer lugar, la que ha propuesto el comisario, esta ruta, recorrido o itinerario que visualiza –o debería visualizar− una hipótesis, un concepto. En segundo lugar, sin embargo, existe una elección posterior, la que realiza el espectador, una selección arbitraria, que puede coincidir con la ruta marcada por el comisario y el montaje que éste haya trabajado con los diseñadores del recorrido, pero que también puede tomar otros recorridos, en ocasiones fruto del azar.


Puede que estos objetivos, tanto los referidos a una estricta exposición como los de más largo alcance, parezcan demasiado atrevidos. Pero lo singular es que la historiografía del arte ha conocido un nuevo modo de exploración de su objeto de estudio que los libros, la letra impresa, ya no permitían. El estudio del arte del siglo XX se ha construido de una manera uniformizante, y es difícil escapar de ella: una sucesión de ismos que se suceden de forma ininterrumpida, en ocasiones por oposición, en otras por afinidad. Ese estudio todavía rezuma rescoldos de residuos que valoran argumentos como el de la originalidad, la destreza, la capacidad, el genio del artista. Pero esos argumentos quedan expuestos a su permanente cuestionamiento si repensamos el arte del siglo XX: la originalidad se convierte en un valor en desuso, la historia del arte se construye en base a una sucesión continua de contagios, de apropiaciones de cosas que el artista ha visto y reinterpreta a su manera. El arte rapta al arte del pasado y lo ofrece al presente para ser raptado de nuevo. Y la exposición se erige en un medio (en un canal) ideal para mostrar ese flujo de raptos.


No quiero decir que el modelo historiográfico no pueda ser renovado desde dentro, pero parecen existir unos límites que la exposición volatiliza. En el recorrido visual y conceptual de una muestra se propone de facto la contemplación de unas obras que no necesariamente tuvieron o han tenido ninguna relación entre ellas, se establecen, pues, unos vínculos ahistóricos o transhistóricos en los que los modelos historiográficos quedan aletargados cuando no directamente cercenados. No se trata de ilustrar esos modelos historiográficos, de ilustrar los catálogos completos de la pintura, o no se trata solamente de eso, si es que el comisario lo quiere así. La práctica curatorial permite ahondar en unos derroteros distintos, poniendo a la consideración de nuestra mirada, esto es, de nuestro entendimiento, un flujo visual y mental no necesariamente sometido a la interpretación causal de la historia.


La exposición permite otros registros útiles de confrontación y de sugerencia: trazar los potentes vínculos del recorrido de las artes visuales con la literatura, con la política, con la sociedad, en definitiva, con la más extensa variedad de ideas. Es tal el cúmulo de posibilidades interpretativas que se le ofrece al comisario de una exposición; es tan rica y exultante la experiencia estética que un espectador puede sentir al transitar por una propuesta de exhibición; es tan útil, en fin, el lenguaje de la exposición para repensar el arte, su historia y sus peculiaridades de todo tipo, para repensar la cultura y sus prolíficas interconexiones… es, quizá, por todo ello que el filósofo Arthur C. Danto [Guasch 2006:114-115] confiere a ese nuevo medio de expresión unos valores de alta resonancia: “Me parece que el curador se ha convertido en la personalidad definitoria del mundo del arte e inevitablemente en un poderoso personaje. El especialista en lógica Gottlob Frege dijo en una ocasión que una palabra sólo tenía sentido en el contexto de una proposición —el «Zusammenhang»—. Desde el punto de vista filosófico, a veces he pensado, parodiando esta tesis, que una obra sólo tiene sentido en el contexto de una exposición. Un curador es alguien que contempla una obra desde esta perspectiva preguntándose ¿cómo usar la obra en una exposición? o ¿dónde funcionaría mejor la obra desde un punto de vista expositivo?”




En realidad, Danto va más allá de lo que la formulación de estas preguntas supone y señala que, bajo su punto de vista, “los artistas cada día se consideran potenciales colaboradores de una «exposición de tesis». En esta vía, los curadores se ven en la tarea de construir la historia del arte no tanto seleccionando artistas para una exposición sino escogiéndolos para hacer una obra que encaje con la exposición proyectada”. El comisario, pues, si nos atenemos a las razones del filósofo, diseñaría una obra —la exposición— y para ello necesitaría el concurso del artista, que realizaría alguna pieza que debiera encajar con el conjunto o que ya la habría realizado previamente, por propia iniciativa o, si apuramos el argumento dantiano, previendo inconscientemente su futura inclusión en el programa iconográfico —en el imaginario— de una exposición diseñada por un comisario. Es una estrategia similar a la de algunos artistas del siglo XX que conciben sus obras sobre papel, o en su cabeza, y otros las llevan a cabo en su estado físico. Pienso en las grandes esculturas de Eduardo Chillida o en los poemas-objeto de Joan Brossa, que requerían de la colaboración de una herrería o de un artesano, de un hacedor, respectivamente, para llegar a su plena gestación.


En este punto, me imagino a algunos artistas negando con la cabeza o, peor aún, disintiendo ostensiblemente. Por ejemplo, Antoni Llena, un vibrante artista que, en muchos de los escritos que publica, se ha convertido en una especie de azote para los críticos. Llena [7/IX/2006] sostiene que uno de los grandes problemas del arte de hoy es que “vive más pendiente de la dialéctica discursiva que de volar alto”, eso añadido al hecho que desde la masificada universidad han germinado una serie de jóvenes críticos que no se atreven a plantear discursos sobre los artistas de peso. “No es extraño —prosigue Antoni Llena— que muchos críticos y curadores opten por entretenerse en obras de vuelo corto, ya que éstas les permiten elaborar un discurso para el patrón del antisistema que toca.” Es interesante el nuevo planteamiento de este artista contra lo que él denomina la proliferación hasta el paroxismo de discursos críticos sobre el arte que aparentemente combaten el pensamiento único aunque, en su opinión, acaban por imponer otro pensamiento único monocromo.


Intuyo que Llena abjuraría del supuesto de Danto: sus obras de arte nacen como tales, nunca en el trazo que puedan marcar algunas exposiciones con vocación de resumir o conceptualizar una época, un período, un semblante artístico. Así, pues, el habitual divorcio entre artista y crítico persiste ahora en la figura del comisario. La artista Eulàlia Valldosera insiste en ese divorcio (El Cultural, 18/X/2007): “Puede ocurrir que los comisarios organicen sus ruedas de prensa sin contar con la colaboración de los artistas implicados. Lo que interesa es dar a conocer su tesis, su catálogo. Otro lugar común es que el discurso del crítico se construye a menudo antes que el proyecto tenga lugar, lo que significa que sus fuentes son únicamente las que acabo de citar, y así la crítica pasa a cumplir un rol meramente publicitario. Tampoco la labor de un crítico debería sustituir el discurso propio del artista. A veces se alimenta perezosamente de éste, sin reconocerle al artista su autoría. Es hora de que los artistas tomen la palabra.” ¡A las barricadas del discurso!, parece proclamar Valldosera. Otra vez, una artista con una obra repleta de valores, muchos de los cuales le han sido adjudicados por críticos y corrientes críticas, por cierto, abogando por un nuevo orden. ¿O quizá no? La declaración anterior se mueve en territorios de clara oposición: por una parte, abjura con toda razón de los críticos que se alimentan perezosamente, dice ella, parasitariamente, deberíamos precisar, del discurso del artista. Pero si no se trata de hacer gremialismo: cuando eso ocurre, es que el comisario, el crítico, comete fraude respecto a su función. Pero en el mismo saco coloca a aquellos críticos que se supone que tienen discurso propio y no cuentan con los artistas, y eso me parece injusto. Porque no es lo mismo.


El crítico hace de artista. Y puede cometer excesos. Pero el artista también hace de crítico. Cuando opina, por texto propio o en declaraciones, o cuando recrimina el papel de los comisarios, como Antoni Llena, o como Eulàlia Valldosera. O cuando controla algunos circuitos de exhibición; durante años se habló, no sé si con razón, de Tàpies como la mente pensante que dirigía buena parte de la política artística de Barcelona desde la sombra, imponiendo criterios, exigiendo ausencias... Y no todos los artistas, por el mero hecho de serlo, están vacunados contra el error, sobre todo si trasladan su cometido a territorios que, en ocasiones, no les competen. Parece absurdo buscar confrontación donde puede haber reparto de funciones, que no de individuos.  El comisario adopta un rol cercano a la creación; el creador, si tiene un discurso propio, lo debe vehicular. Pero lo que el artista no puede pretender es que el crítico, el comisario de exposiciones, se someta al dictado del artista, del discurso del artista, y se limite a divulgarlo sin más. Primero, y fundamental, porque es imprudente y fanático pretender que un campo de la humanidad, el arte, solo pueda ser desarrollado por los artistas. Segundo, y no menos relevante, porque tampoco los artistas se ponen de acuerdo. Como en el campo de la crítica, como en el de la política, o en el de la religión, hay opiniones distintas y opuestas. El curador puede ser cómplice de los artistas, y en la mayoría de ocasiones lo es (es útil recordar aquí la persistencia de Szeemann en muchas de sus exposiciones en cruzar el arte del pasado con los artistas jóvenes), pero  ya he mencionado antes que un comisario no tiene por qué practicar el buenismo.


No sé si es necesario entretenerse demasiado en aclarar que la figura del comisario de exposiciones —o, incluso, más genéricamente, el lenguaje específico de las exposiciones, de la exhibición— es tan fascinante como difícil. Y paradójico como el propio arte. Claro que su objetivo, sus nuevas funciones tienen una relevancia especial, pero ¿cuántas exposiciones no se convierten más que en una simple acumulación de obras, unas al lado de las otras, sin ningún hilo teórico o crítico que las aglutine y, en consecuencia, otorgando argumentos sólidos a los censores de los comisarios? Es decir, más que un bosque constituido por el conjunto de piezas seleccionadas, con una estructura dinámica, como si se tratara de un ecosistema propio y complejo, muchas exposiciones se convierten  en lo que Danto define en la entrevista citada como una colección de árboles, dispuestos uno tras de otro, como un jardín artificial, sin ningún dinamismo ni organicidad. Cuando la exposición acaba siendo una ristra de piezas más o menos bien colocadas en una sala, pero no se ensamblan, no se rigen por un discurso intelectual, no pretenden configurarse todas ellas como una unidad orgánica, podríamos decir que estamos ante un proyecto fracasado


Las exposiciones deben proponer lecturas que vayan más allá de lo que cada una de las piezas u objetos que la componen puedan significar por sí mismos.  La acumulación por la acumulación, el apelotonamiento (el hacinamiento) de obras de arte no implica de ninguna de las maneras una propuesta artística o estética. Es cierto que a veces nos encontramos con exposiciones de este tipo que tienen un cierto predicamento social; quizá porque las obras que las componen, las piezas en su individualidad, tienen tanta capacidad de comunicación estética, tal fuerza en sus convicciones creativas o receptivas, que eso haga pasar desapercibida la falta de propuesta global del conjunto; quizás porque, insertos en la era del arte como espectáculo, del museo como parque temático, algunas exposiciones son vendidas con unos anzuelos mediáticos que traspasan la presunta sagacidad de la crítica. Pero que existan casos como estos no niega que, en puridad, la buena exposición es la que es capaz de transmitir un discurso, no a través de la acumulación, sino por medio del diálogo que unas obras deben mantener con las siguientes, y estas con las que las preceden y con las posteriores, y así sucesivamente. Y, más aún, ese diálogo o debate debe ser reforzado con un diseño apropiado del montaje, en el que intervienen los necesarios —aunque no excesivos— paneles explicativos, los criterios de colocación de las cartelas y del diseño gráfico de esos elementos, los precisos efectos escenográficos o lumínicos, tal vez también los sonoros, la decisión de dejar al visitante un recorrido libre o sugerirle —o forzarle— a seguir un itinerario concreto… El comisario debe tener un discurso en lo teórico y ese discurso debe mostrarse, también, en los aspectos morfológicos, de ordenación de las piezas. Ese discurso global es lo que, al fin y al cabo, sitúa las diferencias entre una exposición moderna y la colocación de las piezas de un antiguo coleccionista de arte.


A nadie se le debe escapar que el fenómeno de las exposiciones ha crecido exponencialmente en su cantidad y en su fortuna pública. Los grandes museos se afanan en llamar la atención de la audiencia con exposiciones que, construidas en un porcentaje importante con sus propios fondos, pero con la incorporación de obras poco vistas en sus ciudades, se convierten en noticias de primer orden. Los centros artísticos que no poseen fondos, aún más, programan muestras que les puedan dar una posición preeminente en el círculo mediático que se dedica al arte (por cierto, minoritario en las páginas de los periódicos y en los informativos radiofónicos y televisivos). Todas estas estrategias encaminadas a programar exposiciones atractivas, y que a menudo se convierten en verdaderos fenómenos populares, acaban por generar una aparente —¡o no!— contradicción entre la asistencia de una gran cantidad de público y el desconocimiento y, a menudo, los prejuicios que buena parte de ese público atesora sobre el mundo artístico. ¿Ejemplos? No hace falta más que acudir a alguna exposición de cierta importancia en cualquier ciudad europea o norteamericana, en todo caso lo suficientemente importante para que los tour operadores la incluyan en sus recorridos turísticos. Podremos observar como muchos de los turistas descienden del autocar que les ha llevado hasta el centro artístico, realizan pongamos una hora de cola para poder acceder a las salas de exposiciones, y cinco minutos más tarde ya han salido de la exposición y, o bien esperan en un banco del vestíbulo, o se dirigen a la tienda para comprar un recuerdo (¿una goma?, ¿un lápiz?, ¿una taza?, ¿una postal de alguna obra expuesta?, quizá los menos el catálogo...). Sin duda, lo importante no es contemplar las obras, ni mucho menos comprender el discurso planteado por la exposición, sino que para muchos de los visitantes lo único trascendente es poder decir que han estado allí.


Puede parecer que mi planteamiento es demasiado extremo, por su parcialidad, pero estoy convencido de que un porcentaje muy alto de los visitantes de las exposiciones estrella de los grandes museos responden a ese comportamiento. Pero tras mostrar ese convencimiento, debo realizar dos puntualizaciones. En primer lugar, señalar que, como es obvio, hay un porcentaje de visitantes que no se encuadran en esa tipología digámosle estrictamente presencial; una serie de personas que se interesan realmente por la exposición y que su motivación no es en absoluto demostrar su presencia sino reflexionar sobre lo visto. En segundo lugar, y de forma inmediata, debo exponer mi creencia que, por otra parte, todas las actitudes frente a una exposición son legítimas y deben ser valoradas y tenidas en cuenta de forma absoluta. También los campos de fútbol se llenan de personas ávidas de ver ganar a su equipo, pero que no saben nada sobre ese deporte, sobre las técnicas físicas y psicológicas que se utilizan en la actualidad. Ya sé que comparar el fútbol con las exposiciones artísticas puede parecer que sea una manera gratuita de plantear la cuestión. Al fin y al cabo, los ejemplos son válidos también para las representaciones de ópera o los conciertos de música. Si equiparo las exposiciones con esos fenómenos de masas es porque es evidente que si los museos deciden abandonar el terreno de lo minoritario, de lo selecto, de la cultura restringida, deben pagar un precio por ello. Si el arte es espectáculo, el espectáculo debe permitir todos los registros de lectura, no solamente aquellos asociados con el arte ilustrado del siglo XVIII.


El corolario de todo lo apuntado es evidente: la práctica curatorial se convierte o debe convertirse en una propuesta teórica, en un proyecto historiográfico, en un modelo analítico. Y todo ello a pesar de un problema final que quiero dejar apuntado: las limitaciones en la recepción y, en consecuencia, en la influencia de las exposiciones. Al fin y al cabo, la exposición no deja de ser un acto performativo, que necesita del espectador. Las rutas visuales e intelectuales adquieren sentido en la consumición y en la consumación presencial de ellas mismas. Siempre se dice que el catálogo impreso es lo que queda de una exposición, pero esos catálogos no son más que rastros o residuos de aquellas rutas. En aquellas hojas, la prótesis que nos debe permitir ver cosas de otra forma no existe más que como un trazo, como un documento que habrá que interpretar.




REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


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