LA PARADÓJICA VIOLENCIA EN

LOS DESASTRES GOYESCOS

Gemma Argüello Manresa

(Universitat Autònoma de Barcelona)


Goya nos hace percibir lo que hay

de indómito en el arte que le permite

somormujar súbitamente  en los senos

más dramáticos de la vida, precisamente

lo que de sólito evitamos presenciar


José Ortega y Gasset, Goya.



Nuestra historia personal y nuestra historia como especie están marcadas por la muerte. La muerte de aquellos que amamos, la muerte de aquellos que no conocemos. Si somos capaces de creer que estamos determinados por un destino, que nuestra historia ha estado escrita desde antes ya de vivirla, del único destino del que podemos hablar es aquél que nos dirige hacia el fin de la vida, es decir, al de la inevitable muerte. El arte no ha hecho más que en diversas ocasiones  recordarnos nuestro fatal destino, pues como bien ha mostrado Tolstoi en una pequeña novela, la vida no es más que la constante agonía provocada por la espera de que en algún día llegue de manera repentina la muerte. Sin embargo, nuestra historia no es una espera pasiva, ya que muchas veces los seres humanos no hacemos sino acelerar la llegada de ese evento fatal.

Nuestra historia es la irremediable historia de aquellos que sufren las consecuencias funestas del azar y de aquellos que, al no soportar la vida, deciden acabarla sin más. Y no podemos negar otro hecho, el que también nuestra historia está plagada de pequeños y grandes, desconocidos e inolvidables acontecimientos en las que muerte de unos es provocada por las manos de otros. Alguna vez leí un artículo en prensa de Humberto Eco que llamaba la atención sobre este tipo de eventos y en él nos decía que no hay que olvidar que desde siempre han ocurrido, puesto que lo que sucedió hace más de medio siglo en Auschwitz no ha sido la excepción, sino la mayoría de las veces la regla.

Esas muertes inflingidas son violentas, aunque sería incorrecto afirmar lo contrario para aquellas otras muertes en las que no existe otro sujeto capaz de arrebatarnos aquello que tenemos por lo más preciado, es decir, nuestra vida. Sin embargo, tampoco sería correcto alegar que la violencia tiene como correlato la muerte, porque es falso que cuando la violencia es ejercida tiene como condición necesaria la muerte de aquél sobre el cual se ejerce. La muerte no es el fin, sino el final de la vida y la violencia no es más que una acción que cuando se utiliza para calificar ese final tiende a transformarse en cómplice de lo que para nosotros significa. Si bien vivimos muriendo, somos incapaces de saber cómo es que calificaríamos el momento en el que acabará nuestra vida; pero, cuando miramos la muerte de otros que compartieron nuestro mundo de vida, tenemos la sensación de que ellos han sufrido un daño irremediable e inducido, una violencia de la cual no han podido escapar, razón por la cual tendemos a sufrir un largo y doloroso duelo.

La muerte por sí misma no es violenta, pero no podemos dejar de mirarla así, porque, al ser incapaces de aceptarla como la condición natural de nuestra existencia, queremos creer que hay un culpable o que alguien lo ha dispuesto así. La violencia no es más que una acción y como tal necesariamente no provoca la muerte, aunque cuando es llevada al límite es imposible negar que sea la causa de nuestro inevitable final. Pero la violencia, como ha señalado Yves Michaud, no sólo es una acción, sino también una representación de lo que creemos que es como acción, por ello siempre que presenciamos la muerte no podemos evitar de calificarla como violenta.

La violencia es una acción y a su vez su representación, y como la representación de sí misma deja de ser un sustantivo para pasar a ser un adjetivo, que manejamos a nuestra conveniencia oscureciendo el significado que la violencia tiene como un acto que es cometido por un sujeto sobre otro. Cuando la muerte de un ser es provocada por otro o provocada por un ser que es capaz de mirarse a sí mismo como otro, podemos decir que es violenta. Sobre estas muertes la historia aparece como un relato en el que se repiten y se repiten los grandes eventos en los que las colosales hazañas de héroes implacables y sus pobres víctimas condicionan el esplendor y el ocaso de sus pueblos. La historia pocas veces juzga esas acciones y según convenga las califica como violentas. Si el pueblo al que van dirigidos esos relatos ha sido víctima de la violencia de otros, los acontecimientos se observarán bajo la mirada de la violencia y serán juzgados con recelo. Si no, la historia será vista bajo los ojos de la libertad o de otros valores y difícilmente se reconocerá que aún a costa de ellos ha sido violenta. La historia jamás ha sido un juez imparcial y quizás podamos pensar que será imposible encontrar el lugar privilegiado desde el cual mirar los sucesos y desde cual será posible juzgarlos según su justa medida. Este no será el sitio adecuado en el cual se encontrará ese favorecido lugar, pues no aspira a ser una reflexión sobre la ética que construimos alrededor de la violencia, ni sobre la filosofía de la historia, ni mucho menos de la filosofía política a partir de la cual se intentan regulan las relaciones de poder entre los seres humanos, las cuales frecuentemente llevan la marca de la violencia. Si se parte de lo que la historia ha dicho es para mostrar que no es más que un testimonio más o menos parcial de lo que la humanidad ha sufrido y que el arte, si bien aparentemente es más subjetivo, ha sido un testigo más fiel de la violencia que la humanidad se ha inflingido y a través de él podemos comprender quizás esas acciones que consideramos como violentas.

El siglo XX ha sido, tal vez y sólo tal vez, uno de los más atroces en lo concerniente al ejercicio de la violencia entre los seres humanos. El siglo XXI, por desgracia, no parece seguir otra dirección. Mucho se ha hablado de las consecuencias de la violencia, pero pocos han tratado de profundizar en qué es lo que es y qué es lo que motiva a un sujeto para ejercerla. En el arte contemporáneo encontramos numerosos ejemplos que intentan mostrar la violencia estéticamente, desde una distancia crítica que muchas veces se levanta como un espacio vacío para una reflexión que con dificultad se vincula con nuestra cotidianeidad. Existe una especie de fascinación por la violencia y de los límites hasta los cuales puede llegar, una fascinación que en diversas obras se vincula más con la espectacularidad de la imagen o el acontecimiento artístico, que con la expresión estética de aquello que la historia que construimos esconde. Sin embargo, existen otras obras que más allá de la necesidad de producir un asombro efímero intentan reducir la distancia entre la obra y la vida, ejerciendo una crítica de su tiempo y, más allá de la temporalidad, de todos los seres humanos.

Dado que no podemos salvarnos del tiempo en el que vivimos, probablemente sea necesario hablar del arte que producimos ahora. Sin embargo, es difícil franquear la distancia hermenéutica necesaria para poder encontrar en ellas qué es lo que nos dicen sobre la violencia, dentro de la sociedad de mercado a la que pertenecen y de la conceptualización a la que se someten en la actualidad. Con lo anterior no se desvaloriza por nada las obras de hoy en día, por el contrario, se anuncia que es necesario analizarlas bajo otra óptica, en la medida en que es difícil aprehender la complejidad de nuestro mundo contemporáneo, al cual pertenecen. De esta forma se entiende que se hablará de aquellas obras que se han configurado como una referencia para las obras de hoy, pero, lo que es más importante (y que sólo puede ser percibido a distancia), que en su momento trascendieron la época que las cobijo como su contexto al hablar de la violencia de que los seres humanos somos capaces de ejercer como totalidad, aunque contradictoriamente se refirieron a hechos históricos muy precisos. Es decir, se dialogará con aquellas obras que aludiendo a la violencia concreta nos hablan de la violencia en general.

Cuando se habla de violencia en el arte, específicamente en las artes plásticas, la primera imagen que nos llega a la cabeza, por ser una de las obras más importantes del siglo XX, es “El Guernica” de Picasso. Pero si nos remontamos más atrás, partiendo de antemano que este no es un espacio para hacer historia del arte, sino para la reflexión sobre la violencia en el arte para encontrar qué es lo que nos dice de ella, llegaremos a un artista de igual renombre: Francisco José de Goya y Lucientes. ¿Por qué él y no otro? Porque es muy fácil dejarse llevar por los encantos de sus pinturas y sus grabados, pero además porque a partir de su obra, más allá de poder comprender el nacimiento del romanticismo como movimiento estético, podemos encontrar uno de los primeros  reflejos fieles de lo más íntimo que escondemos.

La obra de Goya (1746-1828) es amplísima. Como se dijo con anterioridad, en el momento que esta reflexión no aspira ser un análisis historiográfico, solamente se hablará de una parte de la obra de este gran artista. Aquellos expertos en materia de historia del arte dividen su obra en dos épocas, la primera de los tapices y las pinturas en la corte, y la segunda, la de un Goya más maduro y sordo, la de los grabados. La segunda época es la más interesante para hablar de violencia, especialmente la que culmina en la colección de grabados conocidos como “Los desastres de la guerra” (1810-1814).

Estamos en la primera década del siglo XIX. Carlos IV es el rey de España y su trono está en constante amenaza por las ambiciones personales de su hijo, Fernando. Napoleón Bonaparte, el gran emperador de Francia, comienza a extender su Imperio por Europa invadiendo naciones por doquier. En 1808 llega a España y coloca a José Bonaparte en el trono; la amenaza a la corona española sobrepasa el ámbito familiar. Ese mismo año en Madrid habrá una masacre en la que morirán muchos en resistencia al invasor. Seis años después de una guerra de guerrillas, con el apoyo de los ingleses y un ejército francés debilitado, España logrará independizarse del Imperio y el hijo de Carlos IV se coronará como el rey Fernando VII. Dos años después de la invasión, Goya comenzará a dibujar la serie “Los desastres de la guerra”; 82 grabados, de los cuales los primeros 65 son considerados por los historiadores del arte propiamente como “Los desastres” y sobre los cuales versará este análisis; los siete restantes son conocidos como los “Caprichos enfáticos” y merecerían un tratamiento distinto. Ahora bien, ¿de qué nos hablan esos grabados conocidos como “Los desastres de la guerra”? Pues, como su nombre lo indica, de la guerra, pero también de la resistencia al invasor, de la miseria humana y por supuesto de la violencia.

En sus grabados Goya se revela como una artista que presenta una distancia crítica frente a los acontecimientos que le tocó vivir. Frente a la estética imperante en su época, en la que lo sublime aspiraba deleitar a través de la grandeza de los acontecimientos y de la naturaleza, Goya con sus grabados apela a lo sublime provocado por aquellos acontecimientos, que sin dejar de ser grandiosos, provocan terror. En Goya se exceden aquellos placeres de la imaginación que anuncian lo sublime en Addison, abriendo paso a lo sublime provocado por las ideas que apelan a la autoconservación del individuo, capaces de producir dolor, y que poco tiempo después desarrollará con gran ingenio Burke. De hecho en Goya lo sublime toca los linderos de lo patético, en el momento en que en cada uno de sus grabados se expresa no sólo el dolor que los seres humanos somos capaces de sufrir en la guerra y el que somos capaces de provocar, sino también la guerra y la violencia como acciones ejercidas por individuos a los que difícilmente podemos colocar un rostro preciso.

En “Los desastres de la Guerra” encontramos como motivo predominante la violencia y sus consecuencias, como la desolación y la muerte. En cada estampa vemos enfrentarse al invasor frente a sus víctimas y a su vez a las víctimas defendiéndose de la misma forma brutal que el invasor. Así, la violencia aparece como una acción realizada por un sujeto colectivo frente a otro que se le resiste, pero al mismo tiempo por un sujeto individual, en la medida en que en esas estampas cada figura podría ser con facilidad intercambiada por su opuesta. Ya en el primer grabado Goya anuncia a través de un hombre en harapos implorando piedad aquello que la violencia será, en una guerra en la que hombres y mujeres se enfrentarán unos a otros atacando y resistiendo, y  aludiendo a ciertos fines que no quedarán claros frente a los desastres que sufrirán. Al final las consecuencias son claras, sólo quedará la muerte, como el frente anónimo que la guerra esconde y como la condición en la que ya nada queda de lo que nos diferencia a los seres humanos.



Si bien Goya establece una distancia crítica entre su obra y los acontecimientos que le tocó vivir, esta distancia no es insalvable, en la medida en que no es desinteresada y como obra se presenta como un testimonio. Aquí el artista representa mediante el dibujo la vida y la muerte dentro de un contexto específico, una guerra que sucedió y la brutal violencia que se cometió. Sin embargo, al mismo tiempo la crítica que el artista realiza se levanta sobre ese testimonio de hechos reales y los descontextualiza mostrándonos el rostro cruel de lo humano, aquel que mediante la violencia paradójicamente no tiene rostro, pues cualquiera, desde cualquier frente, es capaz de recurrir a ella como una alternativa al actuar.


En los “Desastres” la violencia aparece simplemente como una acción, a la que difícilmente se le puede asignar un fin. A pesar de que en principio podríamos identificar los fines como la invasión de un territorio, por parte de los franceses, y la resistencia a esa invasión, por los españoles, a lo largo de los grabados estos fines se diluyen y nos muestran que la violencia como un medio que al final todos son capaces de utilizar por igual. La violencia es una acción que evidentemente cometen individuos específicos, pero en la guerra, ya sea como ataque o resistencia, esos individuos dejan de tener un nombre y un bando, y cada uno como sujeto individual o colectivo la utiliza como un medio que lo único que provoca es un daño, ya sea físico o moral.

Sabemos que Goya es español y que por obvias razones es claro a qué lado de la guerra se inclina. Sin embargo, gracias a esa distancia crítica con la cual realiza su obra, aunque a la par sea testimonio, es posible que muestre patéticamente que tanto unos como otros por medio de la violencia no consiguen más que acelerar la vida para que la muerte llegue antes de lo que se tenía previsto. Entonces, si la violencia, como correlato necesario de la guerra, sólo conlleva la muerte ¿para que recurrir a ella? Goya se lo pregunta constantemente a lo largo de sus grabados, en especial en el 32, “Por qué?” y el 33, “Que hai que hacer más?”. ¿Por qué? Es la gran pregunta.

Por un lado, en esos grabados que se presentan como preguntas abiertas, más que sin respuesta, Goya nos muestra al invasor como aquel sujeto que después de haber ganado la batalla podría retirarse, pero no lo hace, pues disfruta ensañándose cruelmente con aquél otro sujeto que lo único que le queda por perder es la vida. En este sentido, la violencia parecería como un ejercicio gratuito, pero si fuera así, entonces no tendría ninguna razón de ser y por tanto no podría cometerse de forma tan desalmada. La violencia, cuando al parecer no tiene ningún fin preciso al cual recurrir, muestra su cara más brutal, pero también lo más importante, la verdad que esconde detrás de sí misma. La violencia como una acción es un medio que apela a ciertos fines y cuando llega a sus límites nos revela que éstos no le otorgan ninguna justificación plausible. Entonces ¿para qué la violencia? En sus grabados Goya nos muestra a través de la figura del invasor que la violencia no puede descansar en ningún fin, pero que no por ello deja de ser una acción motivada. En “Los desastres de la Guerra” vemos constantemente cómo todos los individuos, cómo cualquier individuo, mucho después de haber ganado la batalla, necesita autoafirmarse frente al vencido. En la guerra, el sujeto colectivo vencedor no hace más que autoafirmarse como colectividad frente a otro y en la batalla cuerpo a cuerpo como sujeto individual. Parecería ser que la violencia esconde un secrete deleite, una especie de satisfacción en sentirse más que el otro, aún a pesar de que el otro haya dejado de ser alguien, pues aún después de la muerte se sigue ejerciendo violencia sobre un cuerpo que ya no es nada.

Si bien en la guerra se podría defender la idea de que la violencia que los seres humanos cometen responde a un fin, como la dominación o la liberación de un pueblo, en cada uno de los grabados de Goya la violencia aparece como una acción, como un medio al que ningún fin justifica; ni siquiera Dios puede otorgarle un fundamento. Sin embargo, en las diversas estampas que muestran mutilaciones, degollamientos, fusilamientos y batallas, se revela que aún a pesar de que la violencia no puede ser justificada bajo la arbitrio de los fines que los seres humanos reclaman, detrás existen motivaciones que la impulsan para poder realizarse. Las motivaciones y los fines no son lo mismo, pues los motivos son anteriores a la acción y los fines posteriores, pues temporalmente no son más que aspiraciones que quieren llegar a ser. Las motivaciones son un pretexto, un estímulo para la acción, pero no una causa última. Por esa razón es difícil contestar la pregunta al por qué a la violencia y la guerra, ya que no es posible encontrarla en los fines, en la medida en que no pueden demandar ser objetivo y causa a la vez. La respuesta quizás podría encontrarse en las motivaciones, pero dado que tampoco son causa, no pueden aspirar a ser la respuesta adecuada para la pregunta que alguien se hace cuando simplemente dice por qué. Sin embargo, tal vez indagando en las motivaciones se pueda llegar a una aproximación a esa respuesta esperada o al menos a una comprensión más cercana de tan terrible acción que los seres humanos hemos cometido a lo largo de la historia.

Al impedirle cualquier vinculación con los fines a los que puede apelar la violencia como medio, Goya nos muestra en sus grabados a hombres que sin ningún pudor ni estupor se autoafirman como individuos frente a los otros. Esa parece ser la única motivación de esos hombres. Pero para que ésta pueda surgir es necesario que esos otros, o ese otro, deje de ser valorado como un ser humano, que se le despoje de cualquier rasgo de individualidad. En cada uno de sus grabados, diversos individuos son asesinados y torturados y la ausencia de individualidad se representa quitándoles cualquier rasgo diferencial y otorgándoles un rostro anónimo, pero además mostrando la saña con que sus cuerpos son descuartizados o sencillamente como cuelgan sus partes desgarradas ya sin ningún valor.



La afirmación del individuo, ya sea individual o colectivo, frente a otro individuo, como frente al mundo, queda fielmente representada en los grabados de Goya. Pero también otra motivación intrínseca a cualquier acción y de la que no puede escapar la violencia. El deseo de tener, además del deseo de ser más que el otro, como un motivo que puede impulsar a los seres humanos a realizar cualquier cosa con tal de satisfacerlo. En el Desastre Núm. 16, “Se aprovechan”, vemos cómo los vencedores se reparten el botín de guerra, cómo son incapaces ya de sentir pudor ante un cuerpo desnudo con tal de hurtar las pocas prendas que lo visten. En el Desastre Núm. 13, “Amarga presencia”, se muestra la cara más humana del deseo: el deseo sexual. Sin embargo, este deseo se ve despojado de cualquier erotismo que le dotaría de un carácter humano, para dejarse llevar bestialmente. En ambas estampas los seres humanos aparecen como aves de rapiña dispuestas a ejercer la violencia sobre quien ya no puede  siquiera defenderse o ha perdido las ganas ante la inminente derrota. En los actos violentos el deseo se manifiesta como una motivación instintiva que pareciera ser que necesita saciarse al momento y que no puede esperar a que las palabras puedan mediar entre las relaciones humanas.


De esta forma es posible observar como en los “Desastres de la guerra” de Goya la violencia aparece como una acción que realiza un sujeto (individual o colectivo) como un medio para alcanzar sus fines. Los fines pueden variar, aquello que motiva a quien ejerce la violencia se reduce a su autoafirmación como individuo frente a otro al que se niega su condición como tal y al libre desenfreno de sus deseos. Aquél que ejerce la violencia, como no deja de recalcarnos Goya, dispone de su voluntad. Es claro que en cada grabado esos sujetos anónimos, sean conscientes de ello o no, son capaces de cometer lo peor porque tienen la libre determinación para actuar, porque son capaces de disponer de su voluntad. Y no importa si son los invasores o aquellos que se defienden de ellos, porque cada bando igualmente hace uso de la violencia. En un inicio los invasores tendrán la fuerza suficiente para vencer, y los otros resistirán con lo que tengan a mano. Después los papeles se intercambiarán, demostrando que sin importar el fin, la violencia sigue presente como un medio al que los seres humanos recurren para alcanzar los fines que persiguen. Su efectividad dependerá de la fuerza que tengan, de los instrumentos que dispongan para que como medio pueda ser realizada para alcanzar aquello a lo cual aspiran, como bien ha señalado Engels.

Hanna Arendt decía que  “la verdadera sustancia de la acción violenta es regida por la categoría medios-fin, cuya principal característica, aplicada a los asuntos humanos, ha sido siempre la de que el fin está siempre en peligro de verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo”. La violenta guerra que Goya retrata en sus grabados evidentemente superó por mucho los fines sobre los cuales se justificaba en su tiempo. En “Los desastres” que Goya nos narra, pues su colección de grabados no puede ser visto sino como una gran narración de lo patético en su tiempo, el por qué de la violencia queda abierta como una gran incógnita en la que solamente es posible responder que con razón o sin ella la violencia tiene lugar.

Sin embargo, siendo rotundamente realistas, la violencia siempre que es ejercida apela a una justificación para ser utilizada frente a otros medios quizás (y algunas veces) menos dañinos como la palabra. A pesar de que el por qué de la violencia carece por completo de una respuesta, de una razón, en el fondo aquel que la ejerce siempre busca contestar para justificar su elección. Por ello, la violencia siempre nos remite a una situación paradójica, en la que dependiendo de la posición en la que está quien la ejerce, aparecerá frente a los otros, frente a aquellos que comparten su posición, como una acción justificable a la que es posible otorgarle un por qué y a la que siempre es posible utilizar como medio.

Volvemos a la historia.  Septiembre de 1810. El Imperio de Napoleón ha invadido ya España. Los españoles siguen resistiendo, luchando a toda costa por su independencia. Del otro lado del Atlántico comienza una historia similar. La Nueva España, ahora México, comienza su independencia y no será sino hasta 1821 cuando sea independiente. Ambas guerras son igualmente violentas. A pocos años los papeles se han intercambiado y ahora aquellos que eran víctimas de una invasión son victimarios. Las justificaciones contra las cuales se resistían y contra las cuales luchaban quienes antes buscaban su liberación, pues para ellos no eran legítimas, ahora las utilizan para perseguir sus fines, para mantener su imperio. Y así, la violencia vuelve a aparecer como una gran paradoja, pues si apela como una justificación al fin que persigue aquél que la ejerce, nunca acabarán las masacres, las muertes y las heridas físicas y psíquicas de la que está llena la historia que nos une, así como nuestras pequeñas historias privadas. Goya ve en sus grabados siempre lo mismo, pero quizás el mundo tome otro rumbo si la violencia es considerada en algún momento como un acto, como un medio que no puede ser valorado en función de sus fines y a partir de ahí podemos juzgarla en su justa medida.  

Desastre Núm. 3, Lo mismo



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